'Salir del armario buñueliano', por Jordi Xifra, director del Centro Buñuel de Calanda y Catedrático de Comunicación de la Pompeu Fabra
Por Jordi Xifra
Una de las cosas que siempre he tenido muy presentes es que el mejor regalo que me hicieron mis padres fue escolarizarme a mediados de los años sesenta en el Liceo Francés de Barcelona. Lo hicieron por dos razones. La primera, era uno de los dos colegios laicos que existían en la Barcelona franquista. La segunda, para ellos secundaria, pero para mí, vista con los ojos de hoy, fundamental, aprender el idioma por excelencia de una magnifica cultura. Así, pues, hice toda la enseñanza preuniversitaria francesa. Dejando de lado las excelencias del sistema educativo francés, que las hay, y muchas, allí se despertó mi pasión por la literatura y a los quince años empecé a devorar como un poseso a Racine y Montaigne, una vez leídos el Gargantua y Pantagruel de Rabelais. Pero el verdadero coup de foudre fue el descubrimiento de los surrealistas, ya en los dos últimos años del Liceo. Eran los años de 1977 y 1978, lo recuerdo muy bien. Coincidía, además, con los primeros contactos con el cine, arte en el que me adentraba descubriendo todas las obras maestras que la censura franquista había prohibido. Fueron unos años inolvidables desde este punto de vista.
Llegó, por consiguiente, el día en que se estrenó un Buñuel, es decir, un film del cineasta surrealista por excelencia, el que había formado parte de ese grupo de literatos y artistas con los que estaba en contacto en mis clases de literatura en el Liceo Francés. Se estrenaba la que sería su última película, Ese oscuro objeto del deseo, en el cine Alexandra de Barcelona, hoy convertido en una tienda de moda para jóvenes y no tan jóvenes. Fui a verla en sesión matinal (seguramente un domingo). Salí desconcertado, pero sumamente hipnotizado por lo que acababa de ver, de como Buñuel construía la subjetividad femenina de Conchita (no lo pensé en esos términos, que utilizo ahora porque están más al uso). No obstante, era una película que no tuvo el impacto que tuvieron otras contemporáneas o estrenadas en esos mismos años, como Providence de Alain Resnais o Belle de André Delvaux.
Y llegó el momento clave de mi pasión buñueliana. Se trata del estreno de La edad de oro, en los cines Ars (en un callejón que da a la Avenida del General Mitre, hoy convertido en un garaje, creo). Era, junto a Un perro andaluz (que no sé por qué motivo no se estrenó conjuntamente en programa doble), el buque insignia del surrealismo cinematográfico, donde también colaboraba Dalí, figuerense como mi padre, y pintor por cuya obra tenía yo especial querencia. Fui a verla con la misma ilusión o miedo por no comprender nada. Pero estaba preparado para salirme del cine si no conectaba con la película. En todo caso, duraba una hora, lo que, para mí, que en aquellos años había visto siete veces Andrei Rublev de Tarkovski (de casi tres horas de duración), no supondría demasiado esfuerzo si no me gustaba. Pero no fue así. En aquellos años, las sesiones eran continuas, por lo que podías empalmar una con otra sin pagar la entrada de nuevo. Me quedé a verla tres veces seguidas durante cinco días. Es decir, en una semana, la vi quince veces, sintiendo el mismo deleite en la última proyección que en la primera. Mi identificación con las imágenes que veía era la misma que sentía por los cuadros de Dalí o con los poemas de Éluard. Su visión cortocircuitaba mi pensamiento racional e impulsaba una digestión de imágenes que se nutrían unas con otras en un discurso con una fuerza transgresora como no había visto nunca. Había encontrado a mi ídolo, a mi referente cultural. Se llamaba Luis Buñuel; y empezó una nueva misión en mi vida: visionar todas sus películas y leer todo aquello que se había publicado, se publicaba y se publicaría sobre él.
Empecé por leer el estudio biográfico de José Francisco Aranda, el único al que tenía acceso el lector español, así como la monografía de Ado Kyrou para la prestigiosa colección Cinéma d’aujourd’hui de la editorial parisina Seghers. Los devoré en pocos días. Luego llegó el ciclo que Filmoteca de Catalunya organizó sobre toda su obra. Aquello sí fue un festín. Me organicé para poder ver todas las películas, aunque al final me perdía alguna. Pero no podía perderme un evento como este. Y así fue. Allí descubrí al Buñuel mexicano, aquellas películas alimenticias en las que percibí que algo las convertía en buñuelianas, aunque fuese un pequeño detalle, como Gran Casino o Susana. No las vi todas, pero para cubrir el vacío llegó Pilar Miró a TVE y nos ofreció el ciclo. Era a principios de los ochenta. Yo estaba en Cartagena, haciendo el servicio militar. Cada vez que se proyectaba una película, llamaba a mi hermano para recordarle que tenía que grabarla en nuestro magnetoscopio Betamax. Y al día siguiente también, para saber si lo había hecho. De esta manera me hice con prácticamente toda la filmografía de mi ídolo. Mientras, seguían apareciendo nuevos libros, o sus memorias, Mi último suspiro, o el ensayo de Agustín Sánchez Vidal, Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin. Con el tiempo fui completando mi biblioteca sobre Luis Buñuel. La aparición de Internet y de las librerías en línea, en especial las de segunda mano, me facilitaron el trabajo. Hoy puedo decir que tengo mucho de lo editado en español, francés e inglés. También pude adquirir muchas de las ediciones mundiales de Mi último suspiro, colección que cedí al Centro Buñuel de Calanda hace unos años.
Y así siguieron discurriendo los años, hasta que en el verano de 2014 se produjo el segundo punto de inflexión de esta historia. Estaba yo en Bilbao de vacaciones. Con mi portátil, claro, pues por la noche consultaba los correos electrónicos. Estaba suscrito a la lista de distribución del Centro Buñuel Calanda y me llegó un correo informándome de la inauguración de una exposición. Dado que yo volvía a Barcelona el día siguiente, pensé que sería buena idea desviarme y aprovechar para visitar el museo de Buñuel en Calanda. Ese correo electrónico despertó mi curiosidad, pues no había estado nunca antes. Y así fue.
Hago un paréntesis: como investigador y profesor de Universidad nunca quise investigar sobre Buñuel. No quería utilizarlo como objeto de estudio. Quería disfrutar con sus películas, sin más. Para esto estaban otros investigadores, cuyos textos y libros (más textos que libros) seguía comprando y leyendo con fruición.
Volvamos a mi visita a Calanda en agosto de 2014. Llegué al Centro Buñuel, me atendieron magníficamente y, cuando decidí regresar a Barcelona, al ir a buscar el coche me pasé por la plaza de España con el propósito de ver la casa donde creció y que mucha gente considera como la natal. Una preciosa casa modernista diseñada ni más ni menos que por el arquitecto aragonés Ricardo Magdalena… ¡en la que colgaba un cartel que rezaba: “Apartamentos en venta”! Instintivamente, llamé al número de teléfono del anuncio. Me comentaron que era todo un proyecto y que me informarían sobre como evolucionaba. La verdad es que me pregunté si, ya que estaba proyectándose, me podrían diseñar un apartamento para mí, y así poder disfrutar del lugar donde vivió mi ídolo y en donde poder escaparme del bullicio de la ciudad los fines de semana. Voy a ahorrar los detalles al lector, pero la historia termina comprando la Casa Buñuel de Calanda. Si los surrealistas inventaron la escritura automática, yo la compra automática. Fue algo irracional, que no pensé dos veces (afortunadamente) y con un final surrealista: al cabo de unos meses estoy viviendo en la casa de la familia Buñuel.
Mi llegada a Calanda supuso también mi incorporación como director de la fundación Centro Buñuel Calanda. El Ayuntamiento me hizo la propuesta y no pude resistirme. Creo que fue una buena decisión, amparada también por el hecho de que era un cargo no remunerado que podía compaginar con mi carrera académica e investigadora en la Universidad. Una carrera que me ha permitido establecer lazos con diferentes Instituciones aragonesas, todas ellas dando soporte y apoyo a la figura de nuestro cineasta calandino. Lo evidencia la colaboración con Prensas de la Universidad de Zaragoza, que se ha materializado en la colección de libros Luis Buñuel. Cine y vanguardias, que cuenta en este momento con más de quince títulos, y la revista Buñueliana, Revista de cine, arte y vanguardias, cuyo segundo número acaba de publicarse. Estas dos colaboraciones con la editorial universitaria zaragozana no solo impulsan la transmisión del conocimiento sobre Luis Buñuel y el cine de vanguardia, sino que cubren una inexplicable laguna de la academia española: el estudio de la obra del más grande cineasta de todos los tiempos.
Decía ante que cuando me incorporé a la Universidad no quise ocuparme de Buñuel y su obra, sino únicamente disfrutarla. Mi llegada al Centro Buñuel ha supuesto un giro, pues he tenido que salir del “armario buñueliano” y estudiar a Buñuel. Pero lo hice desde otra perspectiva, que en su día quedó apuntada, pero no cuajó como lo debiera haber hecho. Me refiero a la faceta literaria de Buñuel. No era mi intención llevar a cabo una edición de la obra literaria completa del calandino, pero sí lo era el introducirle en el canon literario, a través de la publicación de esa obra en las principales colecciones literarias de España y Francia, esto es, en la colección Letras Hispánicas de la editorial Cátedra, y en la colección Poésies, de la editorial francesa Gallimard.
Mi empeño se inició en nuestro país, pero nadie quería hacerse cargo de esa edición, y ello a pesar de tener el beneplácito de Cátedra. No podía dejar de pasar la oportunidad y tuve que arremangarme y hacerme cargo de esa edición. Aún con el riesgo de pecar de inmodestia, estoy satisfecho con el resultado y ha sido quizás el momento en que mi relación con Buñuel ha sido más intensa. Trabajar sobre su obra literaria ha sido un continuo hilo de satisfacción y felicidad que me ha permitido conocer mucho más sobre su obra cinematográfica. Más tarde llegó la edición de Gallimard, de la que, después de la experiencia con Cátedra, pude hacerme cargo sin ninguna reticencia por mi parte. Para un antiguo estudiante del Liceo Francés que se apasionó por la literatura en su momento, fue el summum.
Quedan todavía muchas cosas por hacer en relación con la figura de Luis Buñuel, un director sobre el que se ha escrito mucho, pero poco más allá de lo anecdótico. El Centro Buñuel debe liderar estas iniciativas y poner a Buñuel en el lugar que se merece. Yo no estaré ahí para siempre, y me retiraré a leer sus poemas, los ensayos de interés sobre su obra y, sobre todo, degustar una y otra vez sus películas, que nunca me cansaré de ver. Todo ello, a poder ser, acompañado de un buñueloni, en mi caso on the rocks.