Historias de la Historia, con Javier Sanz: un desfile extendió en Filadelfia el contagio por gripe española en solo 72 horas (y III)
En Zamora la mortalidad fue 5 veces mayor a la media por una novena que organizó el obispoA mediados de septiembre de 1918, la gripe se estaba extendiendo como un incendio forestal entre maleza seca, principalmente a través de las instalaciones militares y navales, y las autoridades de Filadelfia quitaron hierro al asunto asegurando que los soldados afectados solo estaban sufriendo la gripe estacional y que sería contenido antes de infectar a la población civil. Lógicamente, a la gripe le daba igual lo que pensasen en Filadelfia y comenzó a propagarse a los ciudadanos. Intuyendo lo que se les venía encima, los médicos locales dieron la voz de alarma de que era más virulenta que una simple gripe, pero no les hicieron caso. ¿El motivo? La alerta epidemiológico habría supuesto la cancelación de un desfile multitudinario previsto para el día 28 de septiembre, organizado para animar a suscribir bonos de guerra, un instrumento financiero para recaudar fondos. Por cierto, la actriz Carole Lombard falleció en un accidente aéreo ocurrido en 1942 mientras regresaba de Indiana tras participar en la promoción de estos bonos durante la Segunda Guerra Mundial. El presidente Roosevelt la declaró la primer mujer caída en la guerra y reconoció con la medalla de la libertad. Su marido, el también actor Clark Gable, totalmente destrozado, se unió a las tropas estadounidenses desplegadas en Europa. Y volviendo a Filadelfia, las autoridades decidieron desoír, e incluso desautorizar, las recomendaciones médicas y, anteponiendo la recaudación de fondos a la salud de la población, se celebró el desfile.
Colapso hospitalario
Y así les fue... Tal y como estaba previsto, el 28 de septiembre un patriótico desfile, formado por soldados, Boy Scouts y autoridades, recorría las calles de Filadelfia flanqueado por miles de personas aplaudiendo. La lógica decía que, de haber algún peligro, las autoridades les habrían informado y suspendido la fiesta, pero ya se sabe que la verdad y la falsedad son términos arbitrarios. La gripe supo corresponder con aquel bidón de gasolina, y respondió en apenas 72 horas: los hospitales estaban a punto del colapso y había más de 2.600 muertos.
Pero no solo en Filadelfia apagaban fuego con gasolina, en España también tomamos medidas que agravaron la situación, concretamente en la ciudad de Zamora. De hecho, su tasa de mortalidad fue 10 veces superior a la de otras ciudades y 5 veces mayor a la media de todo el país. Así que, algo tuvo que ocurrir o alguien, el iluminado de turno, la lio parda. Al igual que en Filadelfia, el mes de septiembre la gripe empezaba a hacer de las suyas y, curiosamente, también en el ámbito castrense: unas prácticas de artillería que se celebraban en la ciudad. De los soldados se extendió a los zamoranos y, aquí sí, las autoridades locales dieron instrucciones para evitar las concentraciones de gente que facilitaban la propagación.
Entonces, ¿cuál fue el problema? Pues que la autoridad religiosa en aquella época tenía mucho poder (o daba mucho miedo) y, además, mantenía su propia versión de los hechos. El obispo de Zamora, con ideas propias y cargado de razones, explicó a sus feligreses que el origen de la enfermedad se debía “a nuestros pecados e ingratitud, por lo que el brazo vengador de la justicia eterna ha caído sobre nosotros”. La verdad, a mi el mensaje me acongoja. Lógicamente, también tenía el remedio para el castigo divino, que no era otro que saltarse a la torera las instrucciones de las autoridades civiles y organizar una novena y plegarias durante nueve días en honor a san Roque, que aun siendo el patrón de la peste parece que servía igual, con el correspondiente beso de los pies. Pero este iluminado tenía más peligro que un mono con dos pistolas, porque no se quedó ahí. Además, anunció que concedería sesenta días de indulgencia a las personas que asistieran al funeral de una monja que acababa de morir mientras atendía a los soldados enfermos.
El obispo no arrojó un bidón de gasolina, llevo directamente un camión cisterna. Y no se vayan todavía porque aun hay más. Aunque el mal ya estaba hecho y las muertes se sucedían un día tras otro, las autoridades sanitarias tomaron cartas en el asunto para acometer medidas de aislamiento, y el susodicho les acusó de interferir en los asuntos de la iglesia. Si lo que el prelado pretendía era que sus feligreses se sentasen a la derecha de Dios, Padre Todopoderoso, lo consiguió sobradamente, porque hubo picos de 200 personas muertas al día. Y para rizar el rizo, porque esta historia tiene que terminar con una final apoteósico, digno de un obispo, a finales de 1919 la ciudad de Zamora le concedió la Cruz de Beneficencia en reconocimiento a sus heroicos esfuerzos para poner fin al sufrimiento causado por la epidemia. Que cada uno le ponga el calificativo que estime oportuno...
Bueno, no todo fueron casos tan poco afortunados como los de Filadelfia y el de Zamora, también hubo casos que, con la poca información que tenían, tomaron las medidas adecuadas para este tipo de pandemias, como en la ciudad de San Luis, también en los Estados Unidos. Gracias a Max Starkloff, el responsable de salud de la ciudad, consiguió que tuviese una de las tasas más bajas de mortalidad de toda la nación.
Antes incluso de tener algún caso registrado en la ciudad, viendo que la enfermedad atravesaba rápidamente montañas, ríos y llanuras, alertó a los médicos para que estuviesen atentos e informasen de cualquier sospecha o indicio de que hubiese llegado a la ciudad, y, además, comenzó a vigilar de cerca el campamento militar próximo. Como era de esperar, los primeros casos se registraron en el campamento a finales de septiembre, y Starkloff lo puso en cuarentena. Además, organizó una especie de gabinete crisis compuesto por médicos locales que, desde aquel momento, se reuniría diariamente para informar a la población y para establecer, con el apoyo ejecutivo del alcalde, las medidas a tomar. Aunque ya era tarde, porque una familia que trabajaba en el campamento enfermó.
La comisión médica ordenó suspender el desfile para la recaudación de fondos y, tras varios casos más, consiguió que el alcalde emitiese una orden para prohibir las reuniones públicas y, a pesar de las protestas, sobre todo de los empresarios teatrales y de los pastores, cerrar las escuelas, las iglesias, los comercios y los lugares de entretenimiento (teatros, cines y salas de billares). Vamos, lo mismo que en Filadelfia.
Starkloff sabía que las medidas tardarían en dar su fruto y que los casos irían en aumento, por lo que, para no saturar el hospital, con la colaboración de la Cruz Roja, de enfermeras y de voluntarios locales, se organizó una red para atender a domicilio. De esta forma, San Luis consiguió, algo que hemos escuchado mucho últimamente, "aplanar la curva" y evitar un estallido epidemiológico como el de Filadelfia. Conseguido el primer objetivo pero no siguiendo las recomendaciones de Starkloff, el alcalde, cedió a las presiones de empresarios y clérigos y levantó las restricciones. ¿Y que ocurrió? Lo que había previsto el comité médico, que hubo un rebote significativo de los contagios. Y Starkloff y los suyos tuvieron que volver a imponer las restricciones hasta volver a aplanar la maldita curva. Al igual que el gato escaldado huye del agua fría, el alcalde se cuido muy mucho de tomar decisiones por su cuenta y riesgo y siguió al pie de la letra las recomendaciones de los expertos: levantar las restricciones gradualmente. Dicen que los que no conocen su historia están condenados a repetirla, y a mi me gustaría añadir que, en demasiadas ocasiones, se demuestra que los que sí la conocen están condenados a ver cómo la historia se repite por culpa de los que no la conocen.
Y tan repentinamente como llegó, arrasándolo todo, a comienzos de 1920 la gripe española pareció desaparecer, como un fuego que repentinamente se apaga al quedarse sin oxígeno. ¿Y el virus? En 1950 un grupo de científicos viajó hasta Brevig (Alaska), donde la enfermedad se llevó por delante la vida de 72 de sus 80 habitantes en 1918, con la esperanza de que el hielo hubiese conservado la cepa del virus A/H1N1, identificada como la causante de la gripe española. Se tomaron muestras de cuatro inuits fallecidos por la epidemia, pero en el laboratorio fue imposible revivir el virus. Casi 50 años después, se repitió el viaje a Brevig y tomaron muestras de los pulmones de una mujer obesa, circunstancia que había conseguido retrasar la descomposición. Con estas muestras, en 2005, se consiguió reconstruir el virus y determinar que se había originado en las aves y había mutado para infectar a las personas.
Una consecuencia directa de la alta tasa de mortalidad de los últimos años de la primera década del siglo XX, causada como hemos visto por la guerra y, sobre todo, por la gripe, fue el gran número de huérfanos que dejó, pues en muchas familias ambos progenitores se contaban entre las víctimas. Los llamados huérfanos de la guerra, aunque hubiera sido más preciso llamarles huérfanos de la pandemia, obligó a los gobiernos europeos a promulgar sus primeras leyes de adopción, revisar las ya existentes e incluso se empezó a vislumbrar la figura de la adopción internacional.
Y para no terminar con mal cuerpo, qué os parece rematar la faena con un cóctel bien fresquito. ¿Hace una caipiriña? Seguro que sí. Mientras te la tomas, déjame contarte que esta bebida, originaria de Brasil, pudiera tener que ver con esta terrible epidemia. Y digo podría porque hay dos versiones, la académica y la popular. La primera, dice que fue creada durante el siglo XIX por terratenientes de Piracicaba (Sao Paulo), dedicados al cultivo de la caña de azúcar, para vender las excelencias de este producto y, a la vez, aumentar sus ganancias. Recordemos que la base de la caipiriña es la cachaza (bebida alcohólica que se obtiene de la caña de azúcar) a la que se añade azúcar, limón y hielo abundante. Aunque de origen casi noble, la disponibilidad y accesibilidad de los ingredientes para los campesinos permitió que su consumo se generalizase, convirtiéndola en la bebida popular del Estado y, más tarde, de todo el país. Y la segunda, la del pueblo y la que nos ocupa, también sitúa su origen en Piracicaba pero años más tarde, en 1918.
Muchos campesinos estaban enfermando en las plantaciones de caña por un brote de gripe, y uno de ellos, llamado Paulo Vieira, decidió preparar un brebaje medicinal mezclando la cachaza con limón, ajo y miel. Más tarde, se quitó el ajo y la miel y se añadió el hielo para soportar el calor de aquellos lares. Y ahora, con la mano en el corazón, ¿quién no ha probado un remedio de la abuela para los resfriados a base de ajo, miel y limón? Yo sí. Y ya puestos, vamos a viajar hasta 1918 y suponer que estamos postrados en la cama con todos los síntomas de la gripe española, y el médico te da a elegir entre tomarte una caipiriña o los remedios recetados en Europa y los Estados Unidos. Para que no me digáis que juego con ventaja, en Europa y los Estados Unidos se recetaba quinina, gárgaras con agua salada, preparados con arsénico o con aceite de ricino, e incluso en los Estados Unidos se comercializó un producto milagroso llamado “Grippura Spanish Influenza Remedy”, también recomendado para la tuberculosis.
Otros bañaron a sus pacientes con agua helada y algunos los "sangraron", en la acepción médica y económica. Hasta se recomendaba fumar, pero tragándose el humo, o directamente inhalarlo porque se pensaba que mataba a los bichos. ¿Qué me decís? Ahora que tenéis toda la información sobre la mesa, siendo el resultado de todos los remedios el mismo, ¿no os tomaríais una caipiriña fresquita en lugar de los otros, algunos de ellos propios de charlatanes y sacacuartos? Porque yo sí.