El escritor Javier Sierra escribe sobre la Biblioteca de Teruel, que ya lleva su nombre: "¡Quién se lo iba a decir al socio número ocho!"
Alumbró sus primeras novelas, inéditas, hace 39 años allíTodo ocurrió una tarde de invierno de 1980. Yo tenía 9 años. Si la memoria no me falla, hacía un par de días que doña Emilia, mi profesora de Lengua, nos había dicho en clase que la Biblioteca Pública de la Plaza del Seminario había abierto una sección infantil. Por aquel entonces su hijo Diego se había acercado ya al lugar y en el recreo me había contado, con la mirada encendida, cómo era el recinto. A sus ojos se trataba de una habitación colosal surcada de estanterías llenas de cómics encuadernados en tapa dura y una formidable colección de novelas de aventuras. Mi madre atesoraba encima de la tele unas cuantas de Julio Verne, Alejandro Dumas o Robert Louis Stevenson, pero sus cubiertas de piel repujada y sus páginas de papel grueso con cinta de tela las alejaban de mis preferencias lectoras. Me parecían libros demasiado solemnes, oscuros incluso. Nada que ver con las tapas de colores de las que me hablaba Diego, entusiasmado. Entonces, comido por la curiosidad, decidí salir de dudas.
Aquella tarde, antes de ir a la academia de la calle de San Juan donde recibía mis primeras nociones de inglés, me dejé caer por la Biblioteca. Recuerdo que sentí un ligero temblor en las piernas. El edificio era colosal. Las seis columnas que flanqueaban su portón se me antojaron otros tantos guardianes, dispuestos a cerrarme el paso. Pero nada ocurrió. Los miré de reojo y crucé en silencio su umbral y su gran recibidor, cuidando de que mis botas ortopédicas no causaran más ruido del necesario sobre el enlosado. Era la primera vez que entraba solo en un lugar así. La atmósfera densa y silenciosa que se adivinaba en su interior no parecía presagiar nada bueno… pero Diego no podía estar equivocado. ¡Esas maravillas debían de andar cerca!
Tímido, me aproximé a otra puerta en la que un folio escrito pegado con celo indicaba que estaba a punto de entrar en la Biblioteca infantil. Una mujer joven empotraba su mirada sobre un montón de obras y fichas de colores, como si tratara de poner orden a un caos ingobernable. En cuanto detectó mi presencia –no era fácil; yo debía medir no más de metro y veinte y apenas emergía por encima del mostrador que nos separaba– lo dejó todo para atenderme.
“¿Quieres ser socio?”, soltó con una sonrisa de oreja a oreja. En 1980 uno se hacía socio de la Biblioteca. Aquello era mucho más que convertirse en poseedor de un carné de lector. Era vincularse a algo grande. Unirse a una suerte de hermandad discreta que te preparaba para acceder a los secretos del Universo. Y yo, naturalmente, acepté.
Tuve que pedir un permiso firmado a mis padres y hacerme mis primeras fotos para la tarjeta que me expedirían. La número ocho. Y una vez formalizados los trámites Feli Orúe, la bibliotecaria y pronto confidente de aquel niño lector, me desveló un arcano del que ni siquiera Diego me había hablado: al otro lado del Viaducto, en la Casa de la Cultura, existía una extensión de aquella biblioteca infantil con más libros aún. Me familiaricé enseguida con los cajones de fichas y las signaturas, y aprendí a rellenar las peticiones de libros en un santiamén. Tanto me hechizó aquel mundo que antes de terminar el año estaba redactando ya mis primeras novelas, etiquetándolas como si fueran libros de verdad y dibujando sobre aquellas cuartillas todo aquello que veía en las obras que me prestaban. El triángulo de la muerte (1980), El fantasma del castillo de Fontible (1981) o El fascinante viaje de Pedro Valverde (1982) fueron algunos de esos títulos, brevísimos, que jamás conocieron la imprenta. ¡Ni lo harán!
Entre aquel invierno y el verano de 1985 la Biblioteca Pública de Teruel se convirtió en mi segundo hogar. Los libros de Alfred Hitchcock y los Tres Investigadores, las novelas de Agatha Christie o las peripecias de Sherlock Holmes se mezclaron con mi indisimulada pasión por los tebeos belgas. Iznoguz, los hermanos Dalton, Spirou y Fantasio, por no hablar de Astérix o Tintín, llenaron de risas y emoción cientos de horas de lectura.
Nunca, por cierto, me acostumbré a los guardianes de la entrada. Su formidable presencia me recordaba que, aún siendo los custodios del gran manantial de sensaciones positivas de aquella etapa de mi vida, la Biblioteca era un lugar sagrado. Uno que compartía con Diego y con otros muchos compañeros de clase, como si de una cueva llena de tesoros se tratara.
En 2007, más de dos décadas después de aquellos recuerdos fundacionales, tomé una de las mejores decisiones de mi carrera profesional. Acababa de regresar de una larga estancia en los Estados Unidos. El lanzamiento de La cena secreta y los preparativos para la traducción de La dama azul me habían llevado a recorrer varias universidades americanas importantes y a descubrir cómo las bibliotecas de algunas de ellas gestionaban el legado documental y literario de escritores importantes. En España esa gestión era entonces prácticamente inexistente. Solo Juan Eslava Galán (Premio Planeta 1987) me había hablado de algo parecido, puesto en marcha a iniciativa suya. El autor de En busca del Unicornio llevaba años entregando copias de sus obras, parte de sus archivos e incluso de su correspondencia, al Instituto de Estudios Jienenses. Él nació en Arjona (Jaén) y consideraba que era una especie de obligación moral devolver a su tierra la inspiración que ella le había dado. ¿Y por qué no hacer algo así en Teruel?, pensé después de escuchar al maestro.
En febrero de aquel año, vestido de templario, recién descendido del balcón del Museo Municipal donde había pronunciado el pregón de las Bodas de Isabel, me acerqué de nuevo a la Plaza del Seminario, hoy de Pérez Prado. Bastaron unos minutos para exponerle mi idea a Mar Sarto, y algunos menos para que la directora de la institución viera oportuno poner en marcha un proyecto vivo, de largo recorrido, como el que le propuse. La idea era que la Biblioteca empezara a recibir desde entonces, en donación para su gestión, estudio y conservación, todas y cada una de las obras, traducciones, versiones y adaptaciones de mis obras, y que se creara un espacio en sus fondos para albergar a futuro otro tipo de documentación, que incluiría notas, cuadernos, documentos, colecciones de libros, obras prologadas e incluso referencias en prensa, radio o televisión, relativas a mi trabajo como creador, así como un fondo que incorporara trabajos de terceros -artículos, tesinas, TFGs o tesis doctorales- que ayudaran a enmarcar y comprender el universo creativo en el que vivo.
El mérito y la originalidad de ese legado Javier Sierra –que es como Mar y yo convinimos en llamarlo– era que se levantaría en vida del autor y con mi total y desinteresada ayuda.
Desde entonces hasta hoy, son ya casi trescientas las ediciones de mis libros que están a disposición de los interesados, aunque también todo un conjunto de materiales complementarios que, con el tiempo, a buen seguro serán apreciados por investigadores. Mi voluntad es que este legado descanse en mi ciudad natal, justo en la Biblioteca de mi infancia, y que quien tenga interés en él tenga la oportunidad de conocerla y apreciarla tanto como yo.
Ahora, además, la casa que lo alberga ha cambiado su denominación, incorporando mi nombre a la misma. Ocurrió el pasado 17 de septiembre, cuando el BOE publicó una orden ministerial dando instrucciones para ese cambio a iniciativa del centro y del Gobierno de Aragón. Aunque lo mío son las palabras, no me resulta fácil encontrar las justas para expresar lo que esto significa para un escritor. Borges decía que, para él, el Paraíso debía de ser una biblioteca. Imagínese pues, el lector, lo que debe ser arribar a un Edén que tenga tu nombre en la puerta. Quizá lo que mejor resuma las emociones de estos días, tan llenos de felicitaciones y mensajes, sea imaginarme a la héxada de guardianes de la fachada de la Biblioteca vigilando la placa que, en breve, rezará Javier Sierra. Sé que cumplirán su cometido con eficacia sin dejar que se pierda ni un ápice de la aureola de sacralidad que impregna desde siempre el lugar. Mi lugar. Tú lugar.
¡Quién se lo iba a decir al socio número 8!