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Aventura invernal en Javalambre: esquís, ventisca y una noche extrema en la cumbre Aventura invernal en Javalambre: esquís, ventisca y una noche extrema en la cumbre
Arrastrando la pulka. Foto DW

Aventura invernal en Javalambre: esquís, ventisca y una noche extrema en la cumbre

En lo alto del pico turolense, el viento azota con fuerza y la inmensidad nevada regala una sensación única de libertad
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DW

La idea era subir al pico de Javalambre para acampar allí la primera noche y al día siguiente seguir hasta el observatorio astrofísico situado en el Pico del Buitre a 1.957 m de altitud.

La pista que nos lleva hasta el pico de Javalambre es de tierra, y en invierno, después de una gran nevada se cubre de un manto blanco para poder ir con los esquíes.

Le ayudé a meter todo en la “Pulka” (trineo que se arrastra con un brancale) y preparar la mochila. Sin darme cuenta ya estaba “calzándome” los esquís, esto empezaba en serio.

La tarde estaba medio gris y se movía un poco de viento. La soledad era nuestra compañía, y empecé por meterme en el ambiente polar del que tanto me ha hablado mi padre.

Poco a poco el cielo se tornaba de colores anaranjados debido al atardecer, mi padre me recuerda que en el ártico uno de los momentos más bonitos son los atardeceres con el contraste del blanco y cielos anaranjados, brillando los cristales del propio hielo.

Llevábamos poco más de 3 km y el tiempo empezaba a dar un cambio brusco. La altitud es de 1.850 m y el viento empezaba a soplar de lo lindo. Aprovechamos para hacer una parada y comer alguna barrita energética para reponer fuerzas y beber agua.

Me enganché la pulka al arnés y empecé a tirar, tirar y tirar… Cuando ya llevaba dos horas tirando del trineo me di cuenta de lo monótono que estaba resultando la experiencia, pero a la vez también valoraba los esfuerzos físicos y psicológicos que tienen que aguantar tanto los alpinistas como los exploradores polares.
 

Mientras que la sabina rastrera se oculta bajo la nieve, el pino albar soporta el viento y el peso del hielo y la nieve. Foto DW


Llegamos a un paso complicado, aunque fue solamente 30 metros, pero lo suficiente como para ir con ojo, pues la ventisca había cubierto todo el camino y había formado un ventisquero uniendo los dos extremos del camino y formando una pequeña ladera, la cual dificultaba el paso de la pulka ya que resbalaba hacía la parte del barranco. Ahí comprendí también por qué es bueno llevar una pala, mi padre fue haciendo una pequeña senda lo justo para que pudiera pasar la anchura de la pulka y así tener la suficiente estabilidad y no resbalar.

Los últimos metros hasta la cumbre (2.020 metros) se hicieron especialmente duros, pues además que había que sortear una gran subida, el viento entraba ya sin piedad.

Enseguida empezamos a buscar un lugar para poder acampar, no era fácil pues el viento había venteado mucho la nieve y sólo quedaba el hielo pegado a la tierra. Así estuvimos 15 minutos, buscando un sitio para poder anclar bien la tienda.

La orientamos bien para no tener problemas. Pusimos nieve encima de los faldones, tan necesarios en estas tiendas llamadas de cuatro estaciones, fabricadas para expediciones y que tienen distintas características a las empleadas para hacer camping de verano. Aquí también vi la utilidad de la pala de la que tanto me hablaba mi padre, en un momento puedes palear nieve, tanto para hacer bloques de hielo y hacer una pared en caso de tormentas de nieve, como para preparar un montón de nieve y tenerlo cerca de la tienda para cocinar. Como no había mucha no pudimos clavar los esquís y sus bastones, pues a parte de utilizarlos para deslizarnos también hacen la función por la noche de sujetar bien los vientos de la tienda.

Plantada la tienda, me metí dentro mientras mi padre me iba dando de la pulka todo lo necesario para pasar la noche, esterillas, sacos y ropa de abrigo; también utensilios para cocinar, infiernillo, termo y, por supuesto, la comida para la cena y el desayuno.
 

Buscando los últimos rayos de sol. Foto DW


El sonido de la tienda cuando era golpeada por el viento era de lo más aterrador, yo pensaba que en algún momento pararía, pero ¡que va!, cada vez hacía más viento y soplaba con más virulencia. Mi padre encendió el hornillo y empezó a deshacer nieve para poder preparar una sopa y tomar algo caliente.

Mientras mi padre intentaba encender el infiernillo fuera de la tienda, vi unos animales que merodeaban a escasos metros de donde nos encontrábamos: –¡Mira, es un zorro!– y al levantar mi padre la cabeza para poder ver al frente, alumbró sin querer con el frontal que llevaba en la cabeza, y efectivamente, eran dos zorros que estaban merodeando cerca de la tienda de campaña, que lejos de las tierras de Alaska, parecía que estuviéramos viviendo un capítulo de las aventuras de Jack London cuando en busca del oro en tierras del Yukón tenía que vérselas con los lobos.

¡Calor, dulce calor!, eso es lo que dije cuando mi padre introdujo el infiernillo en la tienda. Fue entonces cuando nos acomodamos. El calor del hornillo hacía subir la temperatura, y también mi optimismo.

Nos dispusimos a cenar; casi estábamos en camiseta, lo que cambia estar con el hornillo a toda mecha dando calor. Por momentos me olvido del viento y de todo el esfuerzo que he hecho, parece mentira que un simple hornillo dé tanta alegría y bienestar. Eso es lo que siempre me decía mi padre en sus expediciones por el ártico, que el mejor momento es el de la tarde, cuando se acampa y se prepara la cena. Sin dudarlo, ahora me imagino que en esas extensiones heladas un hornillo es la vida.
 

Este zorro nos vino a visitar y presentarse. Foto DW


Estuvimos hablando de todo un poco, pero sobre todo de la vuelta, ya que el viento no paraba y cada vez iba a más. Con la experiencia que tenía mi padre, me decía que estaría soplando a 110 km/h, así pues, decidimos que si por la mañana no paraba emprenderíamos la vuelta.

Antes de meternos en el saco de dormir, salimos a tensar los vientos, pues la noche prometía ser movida.

Durante la noche cada dos por tres me despertaba, pues el viento no dejaba de golpear la tienda y parecía que fuéramos a salir volando. Mi padre tuvo que salir hasta cuatro veces para asegurar los vientos, y comentó que el viento cambió de dirección y eso motivó que diera de lleno a la tienda.

El infiernillo es básico si queremos sobrevivir. Foto DW


Sobre las 8,00 h. de la mañana mi padre se despertó para tomar una decisión, que creo fue de lo más acertada, ya que la “bestia” seguía soplando. Yo aunque no lo pareciera, también estaba despierto, esperando su decisión. Abrió la cremallera de la tienda y pude ver la niebla que hacía, –¡imposible salir!– exclamó mi padre con signo de mala suerte. Lo que pude ver es que además de la niebla, el viento iba acompañado de matacabra. Teníamos que apoyar la espalda a la tienda porque ya era insoportable la fuerza que el viento llevaba.

Así que, cuando levantó la niebla salimos escopeteados para abajo. La idea era llegar al observatorio, pero con buen criterio abortó el siguiente waypoint.

Desmontaje de la tienda

No podíamos perder tiempo, pues la niebla había levantado y era el momento de salir, pues en la sierra de Javalambre con niebla es peligrosa y en invierno más todavía. Lo malo solo duraría hasta que descendiéramos 50 m ya que, además de perder altura, las montañas colindantes harían de parapeto para salvarnos un poco de la ventisca.

La maniobra de desmontaje de la tienda fue de lo más rápido y estresante, por lo menos eso me pareció a mi y, aunque mi padre se notaba que iba al tajo, yo ajeno a lo que podría pasar si se complicaba más todavía el tiempo, notaba algo en el ambiente. Antes de recoger, me dio instrucciones de cómo había que hacerlo. Teníamos que salir ya abrigados de la tienda, recoger primero lo de dentro, meterlo en la pulka y ya para finalizar desmontar la tienda, operación que fue dificultosa debido al viento. También comprendí en este momento por qué metimos las gafas de ventisca a pesar que yo le dije que no las íbamos a necesitar. ¡Menos mal! Hubiera sido imposible estar fuera, con la ventisca que el viento estaba formando levantando la nieve y a la vez cayendo matacabra; parecían agujas azotando nuestras caras.
 

Antes de anochecer, la tienda ha de quedar montada y el equipo recogido. Foto DW

Comenzamos a bajar

El viento nos empujaba hacia abajo, era complicado mantener la pulka en la dirección, además se volcaba cada dos por tres impulsada por el viento. No había visto tanto vendaval en mi vida.

Aprovechábamos los momentos de resguardados para descansar y tomarnos una barrita e hidratarnos.

Quedaba poco para llegar al coche, pero nos encontramos con un pequeño problemilla. El tramo de camino que se tapó con la ventisca, ahora estaba más cubierto y helado, el viento había prensado la nieve y el frío de la noche junto con el aire helador hizo que la nieve se convirtiera en una capa de hielo, algo más peligrosa que a la ida. Pero con paciencia y la ayuda de la pala y el piolet hicimos poco a poco una senda. Pasamos con cuidado, pues el resbalar era precipitarnos hacia el barranco; primero pasó mi padre con la pulka agarrada de la mano, no atada al arnés, por si resbalaba soltarla.

Habíamos pasado el peor trago. Ya estaba todo hecho.

Aquí terminó mi primera aventura polar, ¿la experiencia?... bueno, no sé qué pensar; frío, mucho viento, tirar de la pulka, sufrir…