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Los ricos ajuares de Calamocha pierden los bordados para convertirse en mascarillas contra el coronavirus

Un total de 46 voluntarias del pueblo han cosido 26.000 protecciones con sábanas donadas por los vecinos
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Cruz Aguilar

Con sentimientos encontrados cortó, una a una, las sábanas de algodón, esas que tienen tanto hilo que pesan, que había en los baúles. Fue sacando telas de los de la abuela, de los de su suegra y también de los de su cuñada, que en la distancia le animó a hacerlo. Con mucho dolor acarició una a una las sábanas que su madre encargó a una bordadora para su ajuar. De eso hace ya medio siglo y las fue atesorando con mucho esfuerzo y durante un extenso tiempo, porque dotar bien a una hija en los tiempos en los que sobraba poco requería años de trabajo. Se guardó algunas, muchas, porque tiene un buen ajuar: “Aunque viviera 100 años no las gastaría”, dice, para añadir que no dudaría en cortar hasta la penúltima sábana -“Una me la dejaría de recuerdo”, aclara-, para hacer mascarillas si hiciera falta. Prefiere mantener el anonimato, pero muchas mujeres de Calamocha se pueden sentir identificadas con el mensaje y con los sentimientos, porque las 26.000 mascarillas que se han cosido en la localidad han salido de pedazos de sábanas de los ajuares de mujeres de todas las edades. También de las que ya no están pero que con sus bastidores fueron bordando, sentadas al sol sobre sillas de enea y con mucha ilusión, las vainicas y los bodoques que envolverían su amor con hilos de colores.

“Es una emoción muy fuerte por el destino que van a llevar, porque van a ayudar, pero es como si te arrancaran algo de tu cuerpo”, relata una de las donantes. Al hacerlo reconoce que sintió “emociones encontradas” porque estaba rompiendo “algo que costó tanto esfuerzo” y, aunque le hacía “muchísimo duelo” a su vez le reconfortaba pensar el destino: “Durante las primeras semanas de la pandemia no había mascarillas y la gente las necesitaba. No me lo pensé dos veces, volvería a hacerlo”, detalla. 

Para cualquier mujer casada en los años 50, 60 y 70 el ajuar era la pieza clave con la que acudía al altar, la dote que la familia aportaba a un matrimonio en el que el hombre iba a llevar la voz cantante. Sábanas bordadas con las iniciales de la moza, toallas con puntillas y colchas de ganchillo. Toda la ropa de cama que pudiera necesitar y que, aunque las abuelas sí la usaban en el día a día porque no había otra, las mujeres que ahora rondan los 70 apenas la emplearon porque disponían de tejidos más cómodos de lavar. “Las de verano sí las pongo porque son muy frescas, pero el resto llevaban guardadas años”, relata la calamochina que ha aligerado el peso de todos los baúles antiguos que hay en su casa.

La idea saltó en el grupo de WhatsApp que comparten las voluntarias contra el cáncer de Calamocha y que lleva por nombre Mascarillas. La presidenta, María Eugenia Martínez Cebrián, comentó que las telas que tenían en la asociación se habían acabado y que hacían falta más. Enseguida se lanzó una voluntaria a ofrecer las sábanas de sus ajuares, tanto las suyas propias como las heredadas, y a la idea pronto se sumaron otras. Martínez Cebrián era reticente a aceptar esos pedazos de historia familiar para cortarlos y propuso buscar otras soluciones, pero las mujeres insistieron en aprovechar lo que ya tenían para ayudar a los demás. 

“La primera donación que recibimos fue de una chica que quería aportar sus sábanas, cosidas por su propia hermana, que era además una de las que durante el confinamiento han estado confeccionando mascarillas”, relata la presidenta de la AECC en Calamocha. Cuando la costurera recibió las prendas bordadas por ella misma no pudo resistirse a la tentación de hacer una mascarilla con esos dibujos que ella perfiló con hilos hace ya algunas décadas. 

“Los bordados de los ajuares que nos han llegado eran espectaculares, lo que les habrá costado desprenderse de estas sábanas”, comenta Martínez Cebrián. Eran dotes preparadas ahorrando poco a poco, “para que la chica se pudiera casar”, dice la promotora de la confección de varios miles de mascarillas en Calamocha. Entre los baúles había varios sin abrirse en décadas y las sábanas estaban acartonadas y amarillentas, de forma que hubo que lavarlas antes de cortarlas.

Muchos de los ajuares que se hicieron pedazos para coser las mascarillas habían sobrevivido a la guerra civil, puesto que los más antiguos se confeccionaron años antes de que estallara el conflicto. Ni la dura posguerra pudo con ellos, pero ahora, en pleno siglo XXI, han hecho falta para poner freno al coronavirus. Las calamochinas reconocen que nunca hubieran imaginado que en estos tiempos serían necesarias sus sábanas de hilo para proteger a las personas.

 

Colaboración

La confección de mascarillas ha sido un trabajo colaborativo ya que participaron 46 voluntarias vinculadas a la Asociación Española Contra el Cáncer. Así, a las 7 u 8 que cada semana acuden a la sede a coser se sumaron otras muchas a las que las puntadas solidarias les sirvieron para ayudar a los demás, pero también para llenar las largas horas del confinamiento con una actividad que les hacía sentirse útiles. Así se lo hacía saber Rosa, una de las voluntarias, a María Eugenia Martínez Cebrián, con un envío de mascarillas: “Creo que es importante habernos sentido útiles en momentos complicados como éste. Ahora toca relajarse un poco, sobretodo tú que has debido de llevar unas semanas a tope”, rezaba la nota. 

Y efectivamente Martínez Cebrián no ha parado durante estos dos meses, sobre todo al principio cuando además de cortar telas y gomas y preparar todos los materiales para su distribución, se ocupaba de desinfectar en su propia casa las mascarillas. “Cuando ya las empezó a limpiar una empresa fue otra cosa”, explica. La lavandería Laqua las ha desinfectado de forma gratuita y el Ayuntamiento se ha ocupado del reparto. 

En Calamocha tampoco ha hecho falta comprar gomas ya que la empresa jamonera Jamcal, que tenía muchos metros porque las utiliza para ponerle la etiqueta a sus jamones, cedió todas las que se han necesitado para hacer las 22.000 mascarillas de adulto más otras 4.000 para los niños. 

Del reparto por las casas, siempre colgando las bolsas en la puerta y recogiendo las confeccione ya hechas también del picaporte, se ocupaba Enrique Sánchez, que ha tenido un gran ajetreo esta semana. No ha sido el único hombre que se ha sumado al trabajo en cadena puesto que estos días muchos calamochinos han descubierto para qué servía la plancha. Sí que compraron el hilo blanco, que tuvieron que adquirir en Barcelona porque en la zona se agotó. 

La coordinadora del voluntariado comenta que hubo muchas más mujeres que se ofrecieron a coser, incluso de otros pueblos, pero su ayuda fue desestimada por cuestiones de seguridad. Por ese motivo, del reparto de las mascarillas, una vez limpias y desinfectadas, se ocupó el Ayuntamiento.

Tampoco para las de los niños hizo falta tela porque, habituadas a cortar sábanas, utilizaron las blancas de algodón con una capa exterior de colores, sacada de sábanas infantiles también aportadas por los vecinos. “15 días antes de que los niños pudieran salir a la calle nosotras nos pusimos a coser mascarillas, de forma que cuando lo anunciaron ya teníamos miles para repartir”, relata la coordinadora. Han hecho de tres tamaños para que resultaran más cómodas y seguras a los más pequeños y siempre asesoradas por personal docente. 

También en la realización de las de mayores han buscado la opinión de expertos: “Hay muchos tutoriales en internet, pero a nosotros nos pasaron el que estaban utilizando otras voluntarias para coser mascarillas destinadas al hospital Miguel Servet de Zaragoza”, argumenta Martínez Cebrián.

Las últimas puntadas las han dado esta semana y, aunque ahora deberán buscar nuevas faenas para llenar sus horas en casa, al fin podrán descansar y lo harán con la conciencia tranquila de haberlo dado todo en esos trozos de tela, desde el trabajo hasta los recuerdos más íntimos.

Las primeras se repartieron entre el personal sanitario de Calamocha y luego fueron ampliando el círculo a los trabajadores esenciales y a los particulares, que pueden recogerlas en supermercados y farmacias. También han llegado a otros pueblos, como Cedrillas, Monreal, Santa Eulalia o Romanos, en Zaragoza. Y seguramente a muchos más, porque ahora, con casi 27.000 mascarillas cosidas y distribuidas, ya no siguen la pista de sus recuerdos, pero saben que las blancas telas de sus ajuares han perdido los bordados para ganar la batalla de la vida.