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Asunción Vicente

Siempre que viajo me gusta adentrarme no solo en la historia de los lugares que visito, sino también me esfuerzo en captar su esencia. Estambul, un destino emblemático, una ciudad visitada por millones de personas, merece por sí misma detenerse no solo en lo que se ve de una manera superficial que se olvida con rapidez, sino profundizar en la historia que la condujo a ser lo que es ahora. La ciudad está enclavada de forma privilegiada, protegida por el estrecho del Bósforo y los Dardanelos de modo que ofreció siempre una defensa natural, tal vez por eso fue el lugar que Constantino el Grande eligió para su Nueva Roma, la capital del imperio romano de oriente, en unos momentos en que la presión sobre las fronteras occidentales ejercida por los pueblos del norte del Danubio hacía que la vieja Roma viviera en constante alerta. Asentada también sobre siete colinas, ahora la contemplamos inmensa, densa, abigarrada, desbordada a ambas orillas del Mármara con los antiguos vestigios de su esplendor romano tragado por sus edificios, tanto de corte islámico y del siglo XIX o los años veinte, como modernos. No obstante, creo que a pesar del tiempo Roma está ahí presente y con ella la herencia griega clásica; no hay más que asomarse a su museo arqueológico para contemplar obras tan magníficas como desconocidas para el gran público, que no suele incluir este lugar en su itinerario de visitas. Deslumbran Topkapi, Dolmabahce, la Mezquita Azul, la fortaleza de Rumeli Hisar y tantos otros lugares interesantes de la ciudad, pero por encima de todos ellos emerge Santa Sofia, la gran obra de Justiniano construida entre los años 532 y 537 a. C. la tercera basílica en ese mismo emplazamiento alzada sobre los restos de otras dos anteriores. Majestuosa, Santa Sofía luce espléndida su inmensa cúpula; presume en sus interiores adornada con los materiales más bellos que llegaron desde remotos lugares del imperio romano y ahora se alza orgullosa, pero herida por el tiempo a la vez. De nuevo la iglesia de la Santa Sabiduría ha vuelto a ser una mezquita de culto como lo fue desde el primer día de la caída de la antigua Constantinopla.

Mientras paseo por sus calles no puedo evitar recordar el día 29 de mayo de 1453, un martes, fecha nefasta considerada aún hoy por los griegos, como día de mala suerte en recuerdo de una jornada que acabó con el mundo romano y greco bizantino con graves consecuencias geopolíticas. Todavía hoy sus trozos de acueductos, sus fortalezas sobre el Bósforo, sus murallas defensivas terrestres y marítimas que rodeaban la ciudad, con sus nueve puertas principales y un sinfín de poternas, inmensos fosos y baluartes sometidos al fragor del gran cañón de las fuerzas otomanas, me hacen evocar cuán duro debió ser el asalto final a Constantinopla, esa cuidad desmesurada y sublime a la vez, con su población menguada y fuerzas escasas, esperando una ayuda del mundo cristiano de occidente, que no llegó nunca, más que de una forma exigua y que obligó a sus habitantes a defenderse con uñas y dientes, taponando una y otra vez por las noches, las brechas que el gran cañón otomano perpetraba en sus murallas. Meses antes del asalto final los bizantinos ya atisbaban el horror de su final al vislumbrar la gran flota otomana que se aproximaba cruzando el Mármara y anclaba delante de la ciudad. Las murallas marítimas a lo largo del Mármara y el Cuerno de Oro se habían reforzado, pues nadie olvidaba el saqueo de la ciudad en la Cuarta Cruzada, que partió para rescatar los Santos Lugares, pero prefirió un codiciado botín. En el momento del ataque, todas las campanas de las iglesias de Constantinopla empezaron a tañer alertando de que el momento había llegado. Por las brechas abiertas comenzaron a entrar en la ciudad y para el mediodía las calles estaban ya llenas de regueros de sangre, casas saqueadas, mujeres y niños empalados, iglesias profanadas e iconos destruidos. Constantino XI Paleólogo, despojado de sus atributos imperiales se lanzó al fragor de la batalla y no se le volvió a ver, muriendo con honor como un auténtico romano, mientras el horror se adueñó de las gentes que se encerraron en Santa Sofia ese martes de mayo, donde se desplegaba toda la majestuosidad del culto cristiano bizantino bajo miles de lámparas encendidas y las grandes puertas de bronce eran golpeadas sin descanso. Fuera un gran estruendo, dentro oraciones sin pausa pidiendo el milagro, debieron ser unos momentos terribles, pero al fin cayó la ciudad. A los otomanos la conquista de la ciudad no solo les dio una nueva capital, sino que les aseguro su pervivencia en este lado del mediterráneo hasta nuestro tiempo. Hacía mucho que no servía para nada la monstruosa y pesada cadena que cerraba el Cuerno de Oro para proteger la flota bizantina, los puertos de las orillas ya estaban en manos de los asediadores con anterioridad y al derribar las puertas de Santa Sofia comenzó la gran orgia de sangre, pillaje y destrucción, mientras el culto seguía en sus altares. La caída de la ciudad cerraba un capítulo de la historia, la espléndida cultura bizantina había hecho su papel civilizando al mundo y ahora agonizaba, era un lugar donde las más grandes inteligencias de la época habían conseguido poner a salvo los saberes de la antigüedad griega y romana, el mundo de la antigüedad tardía que llegaba a su fin.

Al caminar ahora por el piso superior de Santa Sofia, no puedo sino sentir una gran tristeza; este buque insignia del mundo bizantino está completamente desnaturalizado, aunque perdura su grandeza, pero no puede visitarse en su totalidad ni captarse su esencia, tan solo intuirse. La grandeza de esta ciudad residía en una triple fusión, dueña de un cuerpo romano, una mente griega y un espíritu oriental algo que se sigue percibiendo hoy si se busca con avidez. Al salir de la penumbra de Santa Sofia a la claridad que inunda el antiguo hipódromo y levantar los ojos al cielo, las aves que pululan por el Bósforo en busca de peces muertos, revolotean entre sus cupulas bizantinas y minaretes otomanos, en un frenético baile girando y girando como un derviche, tal vez evocando esa fusión de culturas que le da su propia personalidad a la ciudad. Es posible que los milanos negros y las palomas ejecuten una danza triste a su alrededor llorando desde ese martes negro que cambió la historia del mediterráneo con la perdida de la Nueva Roma, convertida ahora en una preciosa ciudad de un país moderno, que luce en su bandera el recuerdo de este final y el comienzo de su nacimiento, una media luna menguante adorna la bandera turca, la misma luna menguante que lucía en el cielo un día 29 de mayo de 1453.