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Asunción Vicente

Nada hay tan placentero como esa sensación que siempre añoramos desde pequeños con nuestros primeros baños, al sentirnos ingrávidos, flotando en el agua trasparente como formando parte de ese elemento, tal vez porque al nacer, lo hacemos abandonando el mundo acuático del seno materno y salimos a un medio hostil al que nos hemos de adaptar, pero sentimos siempre la necesidad del elemento líquido. El ser humano es química y los elementos que más abundan en su composición son carbono, nitrógeno, hidrógeno y oxígeno en distintas combinaciones, pero bajo la fórmula de agua supone el sesenta y cinco o el setenta y cinco por ciento de nuestro cuerpo, hasta un ochenta si se trata de un bebé. Nuestra adicción al medio acuático está pues implícita en nuestros genes y el deseo de gozar del agua en sus múltiples formas es a veces irrefrenable y esto ha constituido el motor del desarrollo de la humanidad, sin agua nada sería posible, nos da pavor pensar en un mundo de fuego, de hierro, de ríos de mercurio, de montañas de vidrio… lo asemejamos a un infierno. El agua sin embargo es la fuente de vida que nos atrae desde el nacimiento de los primeros seres que surgieron del caldo primigenio. Disfrutamos de ella en mares, lagos, cascadas, ríos, arroyos, fuentes y manantiales, en todo lo que tiene que ver con su forma líquida, calma la sed y riega nuestros campos, es tan querida y necesaria que hasta los más descreídos hacen rogativas en épocas de sequía, completamente desesperados pidiendo que llueva a los santos del lugar.

Hay muchas maneras de sentir el poder del agua, lo hacemos a través de los mares, calmos o embravecidos, inmensos y profundos, de los ríos, esas arterias y venas que surcan toda la tierra, que se asemejan a la circulación de la sangre del cuerpo y que son capaces de horadarla y discurrir por sus entrañas para surgir de nuevo indómitas y poderosas en forma de manantiales o fuentes y seguir sus caminos de vida. Admiramos las aguas al paso por las ciudades, que se engalanan gracias a ella con puentes sobre los ríos, aportando frescor a este mundo de asfalto y sobre todo, llenando las calles con sus sonidos burbujeantes y los rumores resbaladizos de sus fuentes.

La antigua Roma fue dominadora del agua, así lo atestiguan los cientos de acueductos, torres de agua y molinos, distribuidos por todo el orbe romano canalizándola a través de valles y montañas con una pericia admirable en su trazado, de tal forma que aún los hay en activo. Roma estaba perfectamente abastecida de agua y era tal su importancia para la urbes que existía un cargo para cuidar de ella, el curator aquarum, responsable del funcionamiento óptimo de los acueductos que nutrían la ciudad. Pero además, se adornaba con baños públicos, fuentes y ninfeos dedicados a las ninfas, divinidades del mundo natural, símbolo de fertilidad que mantenían el aura divina de los parajes con surgencias acuosas.

Hay algo mágico en las fuentes que percibimos en muchas ciudades antiguas y modernas. Roma merece un capítulo especial por la atronadora belleza de sus fuentes. Además de sus muchos restos del pasado, romano, paleocristiano, medieval y renacentista, que nos deja mudos de admiración, hay un momento en la historia de Roma donde vuelve el agua a enseñorearse de la ciudad, al igual que en el mundo antiguo, es la Roma barroca la que llena de fuentes sus plazas y rincones, embelleciendo la ciudad y llevándola de nuevo a la grandiosidad. Estas obras por encargo de los papas del barroco hicieron que grandes artistas como Bernini, rivalizaran en la construcción de edificios y fuentes. Las fontanas son concebidas como obras de arte que recogen viejas mitologías, venerando antiguos dioses fluviales, tritones, tortugas, abejas, donde habitan no solo dioses de los ríos, también nereidas y náyades, vertiendo el agua de sus cántaros, cuernos y cornucopias a las antiguas piletas, resbalando por las encarnaduras marmóreas de sus cuerpos esculpidos, al compás de un borboteo incesante. Es sencillamente música de la vida para nuestros oídos y una experiencia sensorial única recorrer esta ciudad guiados por el rumor del agua de las fuentes, algo que recomiendo cuando se la visita. Existen otros lugares, como nuestra Alhambra, que entona cánticos de agua y bailes en un juego de luces con sombras en sus patios, y jardines, con el agua traviesa borboteando sin cesar, corriendo por multitud de viejos canalillos desde hace siglos sin pausa, haciendo de un palacio un elemento con vida propia, que es capaz de contar su propia historia.

Por ello cabe pensar que este bien de la naturaleza debe preservarse y utilizarse valorando lo importante que es el servicio que nos presta. Abrir un grifo es fácil, tenemos agua para las necesidades domésticas y también para nuestro ocio y disfrute. Es un lujo del que no somos conscientes, tal vez el mayor de los lujos de que disponemos ¿podemos imaginarnos que sería de nuestro modo de vida, si de repente perdiéramos el agua y todo su poder? Mejor no imaginar ese mundo.