Hace unos días, asistí a una magnífica conferencia y, en el coloquio, pensé que todos, en mayor o menor medida, nos dejamos llevar por nuestras emociones o por nuestros sentimientos a la hora de calificar moralmente determinados hechos, más que de los argumentos rigurosos que los sostienen. Ciertamente, en la sociedad actual, muchas personas hacen depender sus valoraciones morales e incluso sus decisiones de sus emociones o sentimientos, es decir, lo importante es lo que cada uno siente. Todo esto me ha hecho reflexionar sobre el papel de las emociones y de la razón, y sobre cómo ponderarlas o ponerlas a cada una en su lugar.
En el siglo pasado, la excesiva valoración de las emociones dio paso a la corriente filosófica del emotivismo. Esta corriente fue promovida por el filósofo británico A.J. Ayer, quien defendió la idea de que las afirmaciones éticas no son más que expresiones de emociones y actitudes personales, lo que se recoge en su obra Language, Truth and Logic (1936). También, el filósofo Charles Stevenson (1945) desarrolló ideas similares. Algunos otros filósofos, como Charles Stevenson, Hume y Harman, desarrollaron ideas similares. En otras palabras, esta corriente afirma que es imposible distinguir el bien del mal, ya que estas consideraciones morales vienen determinadas por los sentimientos y por los deseos, no por la realidad. De ahí que, un rasgo importante del emotivismo sea la falta de objetividad, lo que acrecienta el individualismo de nuestra sociedad.
Hoy en día, el ser humano vive al albur de su propio yo, se ha convertido en su principal dictador, puesto que vive pendiente de lo que hará, a dónde irá, qué sentirá, qué comprará (...). Esta dependencia le impide al hombre descubrir el profundo sentido de su vida que debería estar enraizado en verdades incontestables, en una buena educación y en unos principios morales sólidos. El bajo nivel de los dos últimos aspectos en esta sociedad, junto con un muy bajo nivel de formación que impera en nuestras universidades, dan lugar a una sociedad débil para razonar, más proclive a las emociones que a la razón, y por tanto mucho más manejable desde el ámbito político y el mediático. Al relegar la razón se pierde el pensamiento crítico, motor del conocimiento, y hasta la capacidad de comprometerse con lo que vaya más allá de lo que apetece o se desea.
Las emociones y la razón deben combinarse convenientemente en lugar de enfrentarse. Ambas son dos facultades esenciales del ser humano y pueden complementarse de manera efectiva en la toma de decisiones equilibrada, en las relaciones interpersonales sólidas, en la resolución de conflictos, en el auto-conocimiento, en la adaptación a las diferentes circunstancias, (...). Es decir, en lugar de ver las emociones y la razón como opuestas, es más útil considerarlas dos grandes aliadas que, cuando se combinan apropiadamente, pueden enriquecer nuestra vida personal y social. Para lograr un equilibrio entre la emotividad y la razón, haría falta invertir muchos recursos en educación y formación de las personas, de otra forma los sistemas democráticos consiguen desarrollar leyes inmorales e injustas (aborto, eutanasia...) por el simple hecho de que la mayoría se alcanza con una población poco culta y sin principios, muy manejable por emociones y sin razones objetivas que las sustenten.
El emotivismo se presenta en nuestras vidas con fuerza y de la mano de otros ismos, como el relativismo, el consumismo, el hedonismo (...), puesto que cada día nos dejamos llevar más por opiniones, caprichos y deseos, que son los que acaban dirigiendo nuestra vida. Ya no hay verdad o mentira, bien o mal, porque se ha anulado cualquier principio de autoridad moral, dando más importancia a los juicios morales individuales, aunque no tengan base alguna, reforzando la corriente emotivista. La falta de unos principios morales incuestionables es una muestra más del nihilismo de Nietzsche, vigente todavía en nuestra sociedad, que niega la existencia de un Dios creador que ama lo creado y que imprime en cada uno de nosotros una conciencia del bien y del mal. Si los criterios morales estuvieran basados en las preferencias personales de cada uno, sería imposible que existieran criterios de vida válidos para todas las personas.
Esta corriente está influyendo negativamente sobre la sociedad actual, y sobre todo entre los jóvenes, quienes pretenden determinar sus identidades y relaciones por medio de sus emociones o deseos. Los jóvenes suelen sentirse cómodos expresando sus emociones, lo que es positivo, pero, al mismo tiempo, se sienten obligados a lidiar con la necesidad de una validación emocional constante, bien sea en redes o presencialmente, lo que les lleva a reducir los afectos a las emociones. Además, los deseos están siendo considerados como derechos, como ocurre con el deseo a tener un hijo o a abortar, ambos convertidos en derechos.
Para enfrentar el emotivismo, lo mejor, sin duda, es salir de nuestra zona de confort, de la prisión de nuestros deseos y reforzar nuestro sentido de la vida, que no puede quedarse al margen de la búsqueda de la verdad, del bien y de la belleza. Sin lugar a dudas, descubrir y realzar la belleza de la familia, institución natural en la que se nos quiere y en la que aprendemos a amar, es una manera de capear el emotivismo.
En resumen, el emotivismo actual pretende erigirse en un nuevo código social capaz de sustituir las reglas del juego de la vida moral y política. Y además, uno de los peores efectos nocivos de esta corriente es el desvanecimiento de la reflexión crítica y del análisis racional, lo que provoca el debilitamiento de la libertad y la responsabilidad de las personas. También, se aprecia que el compromiso personal está siendo desbancado por la transitoriedad de la vida emocional o del deseo. Así que, ciertamente las emociones están en alza o conquistando un terreno que no les corresponde.