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La llamada La llamada
Imagen de Wirestock en Freepik

Isabel Marco
A un lado una taza de café con leche, frío como siempre; al otro el teléfono móvil en silencio. Un capítulo de una serie que no me haga pensar demasiado y un abrir y cerrar de ojos que pierde el compás. Los labios de los personajes se mueven pero ya no puedo oírlos. De repente fundido a negro y caída en un arcoíris espiral que me lleva a otra dimensión.

Acabo de dormirme cuando una vibración hace que regrese a mi sofá. Es el teléfono. Lo cojo sin mirar quién es y contesto con un dígame enredado en un bostezo. ¿Dígame? Repito de nuevo con voz firme y con los pies descalzos en el suelo. Pero nadie responde, el silencio, un zumbido desde la nada y los tonos que indican que han colgado.

Es extraño, casi me parecía oír la respiración de alguien al otro lado de la línea. Seguramente se ha equivocado. Tengo una colección de mensajes equivocados en el contestador que han ido dejando señoras que llaman a la peluquería de una tal Raquel pidiendo cita para cortarse el pelo. Seguro que mi voz no se parece a la de Raquel y ha colgado al saberse confundida.

Sin embargo, minutos más tarde vuelve a vibrar el teléfono, esta vez estoy bien despierta tomando el último sorbo del café y miro el número que me está llamando. No lo conozco. Suena durante un rato mientras dudo en si cogerlo o no cuando por fin me decido. ¿Dígame? Solo un sonido lejano, un aliento denso y pesado que se aleja, y el pitido final.

Ya son dos las llamadas y no paro de pensar en aquel loco que comenzó como cualquier otro seguidor acudiendo a muchos de mis conciertos, luego empezó a hacerme regalos innecesarios y terminó acosándome llamando a altas horas de la mañana. Pero no puede ser… de eso hace ya mucho tiempo, le bloqueé, le dejé bien claro que me dejase en paz. Tal vez no sirvió de nada, a veces hay personas que no entienden lo que es un no.

Sacudo mis ideas, cierro los ojos y los abro como quien apaga y vuelve a encender el rúter para resetear, no quiero meterme en esa espiral de pensamientos y me convenzo de que la navaja de Ockham es la idea que tiene que prevalecer: lo más sencillo es que se haya equivocado.

Unas zapatillas cómodas, un top bien fresco y la última hora de sol para salir a correr y dejar mi mente en blanco mientras escucho a Desakato; con ellos no me acomodaré en mi trote solitario por los caminos limítrofes del pueblo.
La típica aplicación para salir a correr me da la cuenta atrás y me indica que debo empezar, solo llevo cuatro zancadas cuando suena el teléfono. Mi corazón se acelera sin todavía haber empezado a correr. Me da mucha rabia tener que sacar el móvil del brazalete, así que me arriesgo y descuelgo con el botón de los cascos sin saber quién llama. Esta vez mi voz suena fuerte, firme, casi enfadada. De nuevo ese mismo vacío.

Cuando abro la boca para soltarle unos cuantos improperios a esa persona que me está empezando a generar sensaciones que bailan entre la inseguridad y el miedo, el cansancio y el hartazgo; cuelga. Mi rabia aumenta por la interrupción, por la necesidad insatisfecha de decirle cuatro cosas, pero prefiero que no vuelva a llamar.

Ahora me voy por un camino, yo sola, y no sé si subir el volumen para evadirme por completo del mundo o si quitarme los cascos mientras miro hacia atrás.

Llego a casa, me desnudo y me meto en la ducha pensando que, la próxima vez que salga a correr, tengo que mandarle a mi pareja mi ubicación en tiempo real, solo por si acaso.

El teléfono suena de nuevo mientras estoy en la ducha, me seco las manos y, con un pie dentro y otro fuera, alcanzo el móvil. Un número desconocido. Dudo, pero acabo cogiéndolo y con tono imperativo respondo: ¡Dígame!

-Buenas tardes, soy Pablo y le llamo de su asesoría energética.