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La última La última
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Juanjo Francisco

Roque, el que fue un gran herrero y del que ya he hablado en alguna otra ocasión en estas mis columnitas, está más solo en el barrio desde la semana pasada. La última testigo de la expansión urbanística de su pueblo en los lejanos años 60, en esa calle larga que se fue llenando de casas aprovechando los suelos de las viejas eras y pajares, murió la semana pasada, ya nonagenaria. Al viejo herrero no le queda nadie con quier recordar cómo empezó todo.
El pueblo vivió a su manera el fenómeno del desarrollismo sesentero y los entonces jóvenes matrimonios que optaron por no marcharse a las grandes ciudades se asentaron en esa calle para lanzar su vidas. Ellas, entre parto y parto, se afanaron con los animales y la casa; ellos, bien con las incipientes máquinas que ayudaban en las tareas del campo, bien a la antigua usanza: brazos y mulas, se metían auténticas palizas para aprovechar al máximo el cultivo de la tierra. Engracia, la última vecina de Roque, como revestida del atributo implícito de su nombre, ha querido ser la última en cerrar la puerta de una vida que comenzó junto a Consuelo, Joaquína, Felicitas o Natividad, vecinas primeras y compañeras de generación que sudaron los veranos de las mieses, padecieron los cortantes cierzos de octubre y tiritaron en los eneros nevados.
Engracia y las demás fueron bravas. Acunadas en los estertores de la guerra y curtidas en la precariedad, se empoderaron sin saber qué diablos significaba entonces ese término, para bregar de lo lindo. Mientras Roque le daba, fiero, al yunque, sus vecinas, brazos blanqueados al aire en los días tórridos y en otros también, se levantaban con el sol para afrontar jornadas eternas sin un atisbo de flaqueza, que debieron tenerla, pero sin darse a entender demasiado. En un régimen de matriarcado encubierto, Engracia y las demás, prosperaron, sus hijos lograron vivir unas vidas mucho más cómodas que sus madres, objetivo único de todas ellas, y vieron, unas más tiempo y otras menos, cómo florecieron los frutos de sus quebrantos. 
Quedan como testigos del paso de aquellas mujeres y sus hombres, unas casas de estancias solitarias y graneros vacíos, paradoja de la futilidad de la vida, muy a pesar de aquellas guerreras.