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El primer beso El primer beso
relato 04 (El primer beso)

Por José Baldó* No hay beso que no sea principio de despedida; incluso el de llegada. George Bernard Shaw <<Gira, gira, gira… venga…, no te pares ahora…, sí, ahora sí…>> Aquel mediodía de un 11 de julio la botella de Coca Cola se detuvo y su cuello señaló a Lucía, la chica más bonita de todo el camping. Por fin algo me salía bien. Lucía y yo nos levantamos del césped y, siguiendo las instrucciones de Juanjo, nos dirigimos a los baños que estaban apartados unos metros más allá de la zona de acampada. Juanjo era un niño de Tarragona que se había erigido como el líder del grupo, entre otras cosas porque nos sacaba dos cabezas al resto y podía tumbarnos con un simple soplido. -Y daos prisa, es casi la hora de la comida y no quiero que me castiguen mis padres por llegar tarde –exclamó. Abrí la puerta del edificio donde se ubicaban las duchas y retretes e invité a Lucía para que pasase primero, elegimos uno de los servicios que parecía menos sucio y cerramos la puerta desde dentro. Los nervios y la timidez nos impedían mirarnos a la cara; se suponía que estábamos ahí para besarnos, así lo habían querido las caprichosas curvas de la botella del refresco y ante eso no había discusión posible. A pesar del aislamiento todavía podíamos oír cómo desde fuera un melancólico Camilo Sesto se hartaba de rodar como una noria en las taladrantes estrofas de la canción del verano. -Pues aquí estamos, ¿no? –Intentaba romper el hielo, algo que nunca se me había dado demasiado bien. -Sí –contestó tímidamente Lucía. La verdad es que me alegro mucho de que hayas sido tú. <<Dios mío, ¿he oído bien? Ella se alegra, está feliz de que sea yo quien la bese>>. Y pensar que no había querido venir a este estúpido camping. Mis padres me habían arrastrado hasta aquí con ellos, aunque siendo sincero tampoco había tenido mucho margen de maniobra. Cuando se tiene catorce años y mis calificaciones al final del curso, no queda otra más que agachar las orejas y hacer lo que te digan, por lo menos eso pasaba en 1978. Y ahí estaba yo, en un camping en Alcanar, rodeado de alemanes blancuzcos y españoles de clase entre baja y paupérrima que medían su grado de felicidad según el tamaño de las gambas en la paella de los domingos; pero de pronto, la vida había dado un giro inesperado y maravilloso. Lucía era una preciosa chica de trece años, destinada a llamar la atención de todo aquel que se cruzase en su camino. Había venido de Barcelona junto con sus dos hermanas y sus padres. La publicidad de Marlboro, Fortuna y Ducados que presidía sus toallas, bolsas de viaje y sombrillas despejaba la incógnita sobre el trabajo del cabeza de familia; o fumaba como treinta carreteros juntos o las ganancias obtenidas tras el mostrador de un estanco se encargaban de llenar de comida los platos. Los padres formaban una pareja peculiar; ella, con su altura, podía soplar sin esfuerzo la coronilla yerma de su marido, mientras él lejos de sentirse acomplejado por ello, gustaba de verse protegido tras las faldas de una mujer de su envergadura. -Menos mal que no te ha tocado Hans –mi voz es un susurro, estoy tan nervioso que mis cuerdas vocales no llegan ni a vibrar. –Lo digo por el idioma y… no sé, es muy…, como muy… estirado; tan fornido, tan… alemán. Lucía sonríe. –Sí, no es mi tipo –Hasta ese momento, ella había intentado por todos los medios esquivarme con la mirada, pero ahora sube la cabeza, fija sus ojos en los míos y consigue desarmarme con su sinceridad –La verdad es que prefiero a los bajitos, suelen ser más divertidos. Contra todo pronóstico, Lucía se sacude de un plumazo la timidez y toma las riendas de la situación. –Creo que deberíamos besarnos, no sé… es lo que hemos venido a hacer. –Mira su reloj y añade –Además son las dos y treinta y cinco, la comida debe estar a punto ya. Las piernas me tiemblan, mi piel enrojecida por el sol palidece por los nervios, pero mi boca, ajena a todo ello, se envalentona: -Me encantaría besarte. La miro a los ojos, doy un paso hacia ella y nuestros cuerpos todavía infantiles se acercan hasta que nuestras bocas quedan a dos centímetros la una de la otra. En ese instante no hay nada más, el silencio parece infinito, hasta Camilo ha decido callar su letanía; esos desgatados aseos me parecen el mejor de los palacios y el lugar en el que quiero pasar el resto de mis días. Un instante puede marcar toda una vida. Estábamos destinados a vivir ese momento y a afrontar todo lo que se nos viniese encima a partir de entonces. Íbamos a decir adiós a la inocencia y a lidiar con las frustraciones de la edad adulta sin siquiera hacer trasbordo en la adolescencia. Con una mano en su cintura y la otra posada en su cara, me decido a besarla. Un beso puro, limpio, capaz de parar el tiempo. Mientras nuestros labios se rozan y disfrutamos del mejor de los sabores, el suelo tiembla bajo nuestros pies, las luces de los tubos fluorescentes parpadean al son de nuestros latidos y la temperatura del cubículo parece haber subido un millón de grados. Sin duda, eso debe ser estar enamorado. Cuando abro los ojos todavía no puedo creer la suerte que tengo. Lucía, al igual que yo, suda a mares y tiene el pelo empapado, pegado a su cabeza. Nos miramos fijamente, agarro fuertemente su mano y salimos del retrete hasta los lavabos; es en ese instante cuando me doy cuenta de que no solo la radio o el bullicio de los campistas han cesado, ni siquiera se oye el canto de los pájaros. Me apresuro hasta la entrada de los aseos arrastrando tras de mí a Lucia, empujo la puerta de una patada y el infierno abre sus terribles fauces para engullirnos de un solo bocado. Ambos retrocedemos hacia atrás de un salto sin saber qué pensar, qué es aquello, dónde se ha metido la gente. Las llamas lo devoran todo, el humo impide ver más allá de nuestras narices y la seguridad de que no saldremos de allí con vida se instala en nuestras mentes como una verdad irrefutable. El estallido de las ventanas de los retretes despierta mi instinto de supervivencia y comienzo a contemplar esa vía de escape como nuestra única posibilidad de salvación. Ayudo a Lucía a trepar hasta el pequeño hueco de la pared que antes había sido una ventana para desde allí poder saltar al exterior. Han pasado casi cuarenta años desde aquel día en Los Alfaques y todavía recuerdo con detalle los minutos que pasé junto a Lucia. Cada 11 de julio me visita, la he visto crecer, hacerse mujer y tener hijos; me cuenta cómo le va todo y me agradece que le salvara la vida. En todas nuestras citas me trae flores y siempre acaba rompiendo a llorar. Yo la escucho, sonrío y la guardo en mi memoria como la chica que me dio el mejor beso que recibí en toda mi vida. El primero. El último. *José Baldó (Teruel, 1981).Licenciado en Humanidades. Autor de gustos eclécticos y variados, su condición de cinéfago compulsivo le ha llevado a participar en los últimos números de la revista Cabiria. Cuadernos turolenses de cine, ofreciendo su particular visión sobre el cine de género. Su formación como músico le mantiene ligado a varias agrupaciones musicales de la ciudad. Con sus relatos ha participado en programas de radio de difusión nacional, concursos literarios y obras colectivas.