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Misa corpore insepulto Misa corpore insepulto
Juan Villaba foto 3

Misa corpore insepulto

Por Juan Villalba Sebastián* Para Florentín y Dolores, mis abuelos taberneros El día que iban a enterrar a mi abuelo Florentín la niebla era tan espesa como una cortina tejida con vellones de lana. Desde Teruel llegaron muchos compañeros de Telégrafos de mi padre. Todos se aprestaron a llevar sobre sus hombros el féretro, pero la niebla era tan densa que solo el triste lamento del tañido de las campanas consiguió guiar a la comitiva hasta la iglesia. La misa corpore insepulto no fue una misa, fue un misón, que es un múltiplo de misa que vale por cien misas. La iglesia estaba a rebosar, no cabía ni un alma. Mi abuelo era muy querido y todo el pueblo acudió a despedirlo. Antes de la guerra también fue telegrafista y, según dice mi padre, de los buenos, incluso con una actuación heroica en el desastre de Annual, donde fue hecho prisionero por el moro rebelde Abd el-Krim. Herido por una bala que le atravesó la pantorrilla de parte a parte, se  curaba todos los días cociendo agua y un trozo de camisa que introducía por un lado de la herida y sacaba por el otro. Logró sobrevivir en aquel infierno y fue de los escasos cuarenta cadáveres andantes que regresaron a España después de casi dos años de presidio. Me contaba que a su llegada salió el pueblo entero a recibirle, con banda de música y todo. No sé por qué extraña razón, después de la guerra civil, no volvió a trabajar en Telégrafos y se  montó una taberna con sus propias manos para sacar adelante a su familia. De eso nunca me ha hablado mi padre, tampoco mi abuelo, y cuando yo preguntaba, mi abuela siempre me manda callar o me daba un pescozón. Lo más característico de su taberna eran sus parroquianos y el viejo reloj de péndulo parado desde siempre en las diez y diez, como los bigotes de Dalí, me explicaba mi abuelo cuando yo le pedía que lo pusiese en hora, dándome a entender que de esa manera rendía tributo a ese genio universal, aunque yo creo que era pura dejadez y una metáfora de su local, donde el tiempo se había detenido o discurría como en otra dimensión siguiendo disperso las volutas del humo de los cigarros. Mi abuelo siempre fue cabal y honrado a macha martillo, en su local el vino tenía dos precios, según si lo querían bautizado o no. Esto lo sé porque en una ocasión me enseñó cómo obraba el milagro de las bodas de Caná, pero insistiéndome en la necesidad de informar siempre al cliente. Tras la misa corpore insepulto, la niebla persistía con más intensidad, casi había que cortarla con un hacha y no dejaba ver más allá de tus propias narices. En el último tramo antes de llegar al cementerio, los portadores del ataúd eran los cuatro feligreses más asiduos de su taberna. A mi abuelo le habría hecho gracia y hubiera rezado con su retranca habitual aquella oración que todas las noches recitaba conmigo: “Cuatro esquinitas tiene mi cama, cuatro angelitos que me acompañan… El Cojo el Nano, Generoso, Eusebio y el tío Benón…Je, sí, le hubiera hecho gracia ver a aquellos cuatro llevándolo a hombros como a un torero. El Cojo el Nano andaba por la sesentena, era hombre de apariencia delicada, barbilampiño y con una leve cojera al andar, dicen que fruto de unas maltas mal curadas en su infancia. Su vida siempre fue desordenada, comía poco y mal, fumaba de prestado y era gran aficionado al vino tinto. Comentan que cuando llegó a Barcelona, allá por lo de la gran exposición, traía las botas al hombro para no estropearlas. Se colocó en una sastrería de medio pelo y aprendió con rapidez el trato con la gente y a moverse con soltura en un cosmos de muselinas, organdíes, cenefas, festones, elásticos y botones, pero tenía alma de bohemio y lo que ganaba con el primor de sus manos de ángel para la costura, lo gastaba bebiendo o con hombres que le dieron siempre muy mala vida. Generoso nunca tuvo oficio ni lo buscó, pero tampoco le importó, porque no comía, de hecho, se alimentaba del vino que mi abuelo le regalaba “generosamente” a cambio de mandados y pequeñas tareas. Eusebio Villalba era hermano de mi abuelo y un verdadero ácrata, a diferencia de éste, siguió después de la guerra perteneciendo al Cuerpo de Correos y Telégrafos, aunque nunca se puso el uniforme y prefería vestir de forma descuidada. Las malas lenguas sentenciaban que lo de su desaseo personal tuvo su origen en un desengaño amoroso. Le gustaba tratar con feriantes, gitanos y todo tipo de vendedores ambulantes y chalanes. Su pretensión era siempre la misma, embaucarlos y que le invitaran a beber vino o gorronearles tabaco. Si no lo conseguía, tampoco pasaba nada, mi abuelo nunca le cobraba. Siempre que me veía zascandileando por la taberna, me acariciaba con brío la cabeza y me decía que me dejara el pelo largo y una perilla de chivo como la suya, y mirando de soslayo a mi abuelo le espetaba: "Florentín, mira a ver qué hacéis con este chiquillo, lo peláis siempre como a un fraile motilón". Benón era un auténtico hombre mil oficios capaz de rapar barbas, pelar cabezas, asistir a una parturienta, extirpar callos, hacer sangrías o sacar muelas. Mi abuelo lo apreciaba mucho, lo consideraba un sabio, aun a pesar del mal recuerdo que le dejó cuando en una ocasión le pidió que le extrajera una muela que le daba muy malos ratos. Benón, ayudado por Eusebio en la sujeción de su hermano, cogió los alicates de relojero que usaba para hurgar en las tripas del irreparable reloj y, no sin antes beberse una cazalla para templar la mano, le sacó no una sino dos muelas. Sería por la precipitación, por la falta de concreción al señalar la pieza o por los varios vasos de cazalla que siguieron al primero antes de comenzar, lo cierto es que se confundió y le sacó una sana antes de acabar con la enferma. Tras servirse otra cazalla en pago de sus servicios y ante las amargas quejas de mi abuelo debidas al dolor y al error, le explicó flemático que solo pensaba cobrarle una, pero que si seguía protestando, le cobraría las dos, y sirvió una nueva ronda para los tres diciéndo: “Enjuaga, Florentín, enjuaga, que hay que prevenir la infección”. En las proximidades del cementerio la niebla se adensó tanto que dejamos de verlos y se perdieron, pero no solo de nuestra vista, sino de verdad. Los esperamos durante largo rato junto a la fosa abierta y vacía, pero nunca llegaron. Mi padre se olió la tostada y llevándome con él, atravesando un muro de condolencias y comentarios de extrañeza, regresamos al pueblo, directos a la taberna. Allí se encontraban los cuatro hombres sobre el cofre del muerto ¡Yo, ho, ho! Y una botella de ron, en este caso de vino. Eusebio con la lengua ya un tanto estropajosa le dijo a mi padre: “Quisimos tomar la espuela con Florentín.” Luego añadió dirigiéndose a mí: “Zagal, los muertos mientras más se mueren más grandes y anchos se ponen. Tu abuelo fue en vida muy grande, pero muerto es tan grande que no podemos con él. Por eso estamos celebrando esta particular misa corpore insepulto. Brinda por él.” Fue la primera vez que bebí vino. *Juan Villaba Sebastián (Sarrión, 1961). Pertenezco a esa última generación que todavía nació en su propio pueblo. Cuando a mi abuela le preguntaban qué estudiaba su nieto siempre contestaba que Filo...no sé qué. He dado clases desde pre adolescentes de 12 años, pasando por adolescentes y jóvenes de 18 a veinti... muchos -¡quién los pillara!-, hasta los 70. Lo que más me gusta es leer, ver cine y escuchar música. Ah, bueno y también beber un vaso de bon vino en conversación amena con algún amigo.