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Se le nota en la mirada, que diría la canción, que mantiene la viveza de los primeros años en el mundo, cuando cualquier rutina resulta nueva y aprovechable. Juega al pádel como conduce, con elegancia, elasticidad y técnica depurada. Su pelo lacio, de puro flexible, es indomable. En estos días le gusta regresar a sus orígenes y disfrutar, exprimir, las horas del verano junto a aquellas personas que le acompañaron en sus primeros años de juventud. La peña a la que pertenece es la misma en la que tuvo sus primeros escarceos amorosos y el viejo local, apenas remozado, está sostenido por unas paredes que rezuman historias de primeros amores, malos tragos y ratos de mucha risa, risa por doquier. Era lo que tenía vivir las fiestas del pueblo, una costumbre que mantiene y que supone una parte también del reclamo que todavía le llama a regresar en estos días. Porque, como otros muchos de su cuadrilla, tuvo que abandonar su pueblo natal, enclavado en medio de una naturaleza agreste, bella, evocadora, pero que no otorga medios de subsistencia. Se fue pero nunca abandonó su pueblo, como muchos de sus amigos. Es ahora, justo ahora, cuando tiene todo el pescado vendido y la vida discurre plácidamente, cuando vuelve a remirar todo lo que nunca ha dejado atrás: su tesoro escondido en el corazón de Teruel, ese pueblo diminuto que luce bajo las estrellas fugaces de los cielos de agosto y que tanta paz interior le provoca. La historia de Ramón y los vínculos que le unen a su terruño es una de tantas muchas que usteden conocen. No hay poesía en comerse un montón de caracoles o setas junto a los amigos de siempre; apenas es reseñable destacar el amor a la tierra que tienen los que se fueron, nada de esto es nuevo bajo el sol, pero sí produce envidia sana escuchar cómo Ramón quiere al lugar de sus ancestros porque esa atadura sentimental es base sólida para que los pueblos permanezcan.  Ramón se irá al acabar agosto y el pueblo, al que hay que conocer, eh, será una ensoñación en un invierno urbano que tampoco tiene nada de poético.