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Enrique Ponce es un torero genial. Es la vocación elevada a la enésima potencia y  sumada a una inteligencia fuera de lo normal. Para el toreo y para la vida. Hace unos días Ponce cuajó una faena en Córdoba que traspasó todos los límites de mi entendimiento y que envolvió en pasión un tendido al que rompió el alma a girones a cada lance que brotaba de su arte. No se puede torear más lento ni más puro. Pero eso hubiera sido lo natural en un artista que ha superado esa necesidad imperiosa por el triunfo y que torea ya solo por placer y para él. Porque Ponce sobrevuela desde hace mucho tiempo todas sus cumbres mirando esa gloria desde el sosiego y la verdadera modestia. No necesita el triunfo. Necesita sentirse al torear. Nada más.

Pero algo fue distinto en esa faena al margen de la magia y el magisterio con la que fue pergeñada. No sé si fue el hecho de que sus hijas estuvieran en la plaza lo que me indujo a pensar que algo extraordinario estaba sucediendo sin que nadie tuviera conciencia de ello. Tampoco sé si ese brindis tan emocionado a Finito al que se abrazó con fuerza casi en los medios de la plaza quería decir algo más. Sé que su vuelta al ruedo a cámara lenta, casi parado, sonó a algo excepcional, algo que superaba el mero triunfo y que hacía del momento algo tan insólito como emocionante. Vuelta caminada a los sones del pasodoble Manolete, algo solo reservado a los toreros cordobeses. Raro. Y sé que ese saludo final en el centro del ruedo, postrada su cabeza y recogidos sus brazos en la espalda hablaba de algo inusual. Casi tres minutos de ovación cerrada sin pestañear, silencioso, recogido, como queriendo exprimir un último instante y alojarlo en el más preciado rincón del alma.

Tuve la sensación de que Ponce estaba diciendo adiós sin hablar. Adiós a la Córdoba de sus sueños, la plaza que más admira y la que más le ha costado conquistar. Córdoba no fue de Ponce hasta este día, cuando puesta en pie lo aclamó más allá de una faena magistral. Confieso que me emocioné. Sentí que el torero estaba hablando para él en cada detalle extraordinario que desgranaba en el ruedo y fuera de él. Incluso cuando dio ese golpe final al dintel de la Puerta de los Califas cuando abandonaba a hombros el ruedo sentí que pronunciaba un hasta aquí hemos llegado y nunca más. Por eso luego me pareció normal que a las puertas del coche de cuadrillas, erguido, saludara durante mucho tiempo a todos aquellos aficionados que se acercaron a él. Gracias, mil gracias, adiós… El blam de la puerta sonó en Córdoba a punto final.