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El 20 de noviembre -supongo que la fecha es casual- se estrena Ocho apellidos catalanes. Seguro que las colas en los cines se repiten, igual que pasó con los apellidos vascos, que, por cierto, arrasó el otro día en su primer pase televisivo. Y no me extraña que lo hiciera, porque, salvo honrosas excepciones, como Vaya semanita, el programa de la EiTB, aquí nunca nos habíamos atrevido a reirnos del abertzalismo vasco. La película llegó cuando ETA había dejado de matar y el terrorismo había pasado ya a un segundo plano entre las preocupaciones de los españoles. Y nos permitió sacudirnos los años del plomo, las terribles imágenes de los coches bomba y los tiros en la nuca. Y lo hicimos riéndonos con manifestaciones abertzales y reclamaciones independentistas un tanto surrealistas. Un acierto de los guionistas. Ahora, aprovechando el tirón, el director se saca de la manga los apellidos catalanes, reuniendo a un elenco de actores-humoristas que muy mal lo tendrían que hacer para no arrancarnos varias carcajadas. Pero ojalá esa risa se oiga en todos los lados. Tal y como están las cosas, casi me jugaría algo a que sale algún talibán de lo suyo diciendo que han ridiculizado su cultura, su idioma o su país. Sería sorprendente que nos hayamos reido del independentismo radical vasco que apoyó el terrorismo y no nos vayamos a reir ahora con cuatro bromas sobre los catalanes. Los que seguro que se ríen son los andaluces, que les da lo mismo ocho que ochenta, porque hace siglos descubrieron que el humor es el mejor antídoto para disfrituar, de lo bueno y de lo malo. Y nosotros, los aragoneses, pues tres cuartos de lo mismo, más que acustumbrados a que se hagan bromas con nuestro supuesto cabezonismo o cazurrismo al hablar. Y también se reirán el director, los actores, los distribuidores de la peli y, algo, los dueños de los cines, porque el éxito está asegurado. La fecha del 20 de noviembre igual es casual, supongo que como el momento del estreno. Y es que no había uno mejor.