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La televisión en blanco y negro recogía algo parecido a un bramido del comentarista y, en el bar, todo el mundo daba saltos de alegría. Había pasión en las miradas y una alegría contagiosa, incluso para un crío de 11 años. La ciudad aquella espantaba sus problemas cuando retransmitían sus combates y los mayores no hablaban de otra cosa que de las hazañas de ese tipo tan rudo y con verdaderas dificultades para expresarse. Pero era el ídolo local. Ni siquiera el fútbol y sus protagonistas de entonces podían competir con él. Iba en coches deportivos de colores estridentes y, pasado el tiempo, hasta supe que también ligaba un montón. En tiempos de melenas al viento y patillas bien nutridas, él tenía el pelo corto, escaso, y casi siempre me parecía que calcinado por el sudor. Cuando hablaba con los periodistas era todo un filón porque sus torpes expresiones delataban una escasísima educación pero también una sinceridad atrevida.Alguien la definió como el paradigma de la nobleza aragonesa. Claro que todo esto lo fui sabiendo con el paso del tiempo. En pleno fulgor del personaje mi capacidad de análisis era nula. Era uno más de entre los muchos que admiramos sus conquistas y la repercusión que estas tenían. Pasada luego una buena porción de vida, de aquel hombre triunfador y generoso apenas quedaron algunos recuerdos y algunas fotos en periódicos que hicieron reportajes retrospectivos de su historial deportivo. Quedó el ser humano, absolutamente zarandeado por la vida, el huérfano que brilló como nadie en una disciplina deportiva hecha para valientes. No sé si su ciudad cuidó de él como merecía. Creo que no. Los apoyos que tuvo llegaron de gentes piadosas que se resistieron a que un chico que tocó la gloria sin apenas darse cuenta, acabara en el arroyo. En el sentido literal de la palabra. Perico Fernández iluminó la Zaragoza de los primeros setenta, un poblachón aragonés al que llegaban autobuses con viajeros cargados de cajas de cartón. Él la hizo campeona del mundo.