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¿Quedamos para cenar?

El otro día envió una compañera una imagen al grupo de trabajo en el que aparecía una cuadrilla de niños turolenses sentados alrededor de una mesa y todos llevaban un móvil en la mano. Supuestamente habían quedado para cenar, pero ninguno de ellos tenía nada que decir al vecino, al menos con la boca, porque igual estaban chateando entre ellos. Era una noche cercana a Halloween y probablemente los chavales habían quedado para pedir caramelos juntos –había alguno con algún complemento terrorífico– cenar y contarse sus cosillas... a través del guasap, que mola más. Estaban en un lugar habitual para niños y adolescentes y, por la mesa vacía, debían esperar a que les sirvieran la cena. Insisto en que era Teruel porque imágenes como esa vemos a menudo en internet, pero siempre nos parece que eso pasa en otros sitios, a otros padres, y es más fácil llevarse las manos a la cabeza. Eso fue el viernes y yo el martes estuve en el bar de mi pueblo echando el vermú y les enseñé a un par de amigas la foto. Era realmente sorprendente y así lo comentamos, pero en ese momento miramos a nuestro alrededor y teníamos a cuatro o cinco niños bastante más pequeños que los de la foto –que andarían ya por los 11-12 años– jugando con los móviles. La única diferencia es que los teléfonos que llevaban no eran de su propiedad, se los habíamos dejado los padres para poder estar tranquilos mientras nos tomábamos una caña. La mayor parte de los padres lo hacemos a menudo. En casa les ponemos la tele o les dejamos la tablet porque así nos cunde más haciendo la cena, navegando por internet o simplemente para ver una película tranquilos. O para que cenen, y les vamos metiendo cucharadas de puré de verduras entre oink y oink de Peppa Pig. Luego a esos mismos padres nos sorprende que con doce años no tengan nada que decirse en torno a una mesa. Igual simplemente están repitiendo un modelo que han observado en su casa, donde la tele tiene hueco propio a la hora de la cena o es habitual chatear mientras masticamos el pollo.