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Mira que se ha escrito y se escribirá y se hablará los próximos días de política. Habrá análisis y conjeturas para dar y vender después del espectáculo que hemos vivido con la investidura de Mariano Rajoy. Todo el mundo utilizará la palabra para darnos su visión del asunto y ojalá sea solo la palabra porque los últimos días ciertos comportamientos han rozado la frontera de la palabra para pasar a otro tipo de instrumentos para imponerse sobre el contrario. Los que fuimos adolescentes en los setenta somos hijos de unos padres que no pudieron expresar libremente sus ideas políticas y muchos de nosotros recibimos ciertas recomendaciones para que evitáramos significarnos demasiado. Por eso la democracia la vivimos tan alegremente e hicimos de ella un símbolo de vida nueva, de ropa lavada y aire fresco. Han pasado muchos años de aquello y, qué diablos, estamos empezando a escuchar términos y expresiones que nuestros mayores, según contaron ellos, ya oyeron en sus juventudes. Palabras cargadas de agresividad, cuasi violentas, con términos y vocablos más propios de los años treinta del siglo pasado que de ahora. Por mucha política nueva que se quiera vender, no dejo de encontrar cierta contradicción con las formas de expresarla tan añejas y caducas. En la sesión de investidura del sábado y en las horas que la precedieron y después, pudimos escuchar y ver cómo algunos cargos electos rozaron la violencia verbal y, en algún caso y según reflejan muchas fotografías, la física. Personalmente estoy un poco harto ya de tanta pose chulesca de algunos que, además, la consideran propia de los tiempos que vivimos y asumible por las buenas o por las malas. Hay un microclima de mala hostia en la gente que, comprensible en algunos casos debido a la tremenda crisis y sus efectos, en otros momentos parece un contagio de la propia manera de actuar de muchos de nuestros políticos. Es hora de decir las cosas claras y que cada palo aguante su vela pero no por ello hay que apretar los dientes mientras se discute con el de enfrente.